Mientras los años 70 se movían con la lentitud de una tortuga, yo pasaba parte de mi tiempo soñando con las planicies africanas. Elefantes y rinocerontes formaban parte del universo que uno deseaba conocer algún día pero que en las películas sobre cazadores blancos, Tarzán o los libros de la biblioteca familiar mostraban lejano. Y como uno tiende a dejarse impresionar por las cosas distantes, en mi escala de preferencias hipopótamos y búfalos aplastaban sin piedad a los benteveos, mulitas y lechuzas que poblaban el vecindario.
Pero las cosas comenzaron a cambiar cuando descubrí un ejemplar del National Geographic que trataba sobre la Península Valdés y, en especial, sobre uno de los visitantes de sus costas: la ballena franca austral.
Antes y después. Los artículos escritos por William Conway y Roger Payne fueron mi puerta de entrada hacia ballenas y elefantes marinos, los acantilados, la estepa y cada uno de los exponentes que forman parte de la naturaleza que, como una bendición, le ha tocado en suerte a esa zona de la Argentina.
Por aquella épocas comencé a memorizar algunos nombres que, mágicamente, desataban un mundo extraordinario: Campamento 39, riacho San José, caleta Valdés, punta Conos.
Allí, donde el pasado se confunde con la vida diaria, las ballenas francas australes viven parte de su existencia. A ese mar vuelvo cada año a verlas nadar, ocultando en el viento sus soplidos, mientras mi espíritu, desde una playa cortada por el frío del invierno, les agradece por la inspiración interminable.